Thursday, December 31, 2015

El polvo de algún siglo




Una noche sublime, hemos pegado el polvo del siglo, había dicho él entre la emoción y las legañas. A ver qué querrá decir con eso porque, claro, una, que tiene 20 años más que su puberto amante y va ducha en el tema como para valorar si ese en concreto ha sido o no el del siglo, tendrá algo que decir. ¿A qué siglo se habría referido? Al de las luces seguro que no y a lo peor es que faltan destellos en esta historia, a la cabeza del muchacho y a esa explosión final que deja a los hombres con los ojos en blanco y la lengua ladeada, viva expresión del agotamiento por vaciado directo. Vaya con Arturito y su loft.

Era el primer día del año y había cumplido con su promesa tópica, la de pasar el tránsito de la tecnocracia sexualizando. Marta pensaba en ello mientras buscaba la moto que unas horas antes había aparcado en algún lugar alrededor del Liceo. Se había ido sin hacer ruido para no despertarle, lo que no fue nada fácil en un piso sin más pared que la del baño. Quiero hacer el amor contigo, tenerte, saberte... lo haremos en todos los rincones de mi loft.

¡Un loft y en el Raval! Ella imaginó una nave en algún viejo edificio industrial recuperado, con un elevador de fuerte sonido al frenar y un espacio con viejas columnas de hierro y paredes desconchadas. La sorpresa comenzó al darse cuenta de que debía subir 6 pisos porque ni elevador ruidoso ni ascensor roñoso. La segunda sorpresa fue que el loft era un apartamento reformado, con cocina americana (un simple pasaplatos) y techo a 2,50 de altura, lo normal.

Cuando por fin encontró la moto se fue a casa, y mientras se duchaba se dio cuenta. Claro que había sido el polvo del siglo para él, por supuesto. Solo llevamos unos años de siglo, pensó Marta, y él tiene 32, así es que toda su vida sexual habría sido con preservativo, pero no recordaba que se lo hubiera colocado en ningún momento de la noche. Se excitaron a media cena, en la cocina abierta, se revolcaron sobre el sushi, derramaron el vino sobre la mesa, se untaron con aceite de girasol... Nada importó cuando él recolocó su bien más preciado con ansias en su interior, que fue ni más ni menos que cuando ella le hizo saber que podía hacerlo, y de allí pasaron, sin separar los cuerpos, al colchón king size. Osea que de condón nada de nada. Le llamó para asegurarse y él le contestó:

-Cariño, no creo que puedas quedarte embarazada.

Marta colgó. ¿Se podía ser más imbécil? ¿El polvo del siglo? Ese, el mejor polvo de su vida se lo había metido por la nariz. Además, ¿qué pensaba? ¿que el condón era solo por evitar un embarazo? ¿Y la gonorrea? ¿La hepatitis? Y el aceite era de girasol, ¡horror!. Seguro que por precio, con lo fantástico que es untarse con arbequina de primera prensada.

El pobre chico se quedó a cuadros cuando el día de Reyes recibió un paquete de preservativos, un tubito con polvo blanco y una tarjeta: Necesitarás los dos para el polvo del siglo, pero no será conmigo. El polvo blanco era Couldina machacada. Marta estaba segura de que Arturito la esnifaría y emprendería el viaje de su vida. En fin. Le iría bien para los mocos en vías altas.

Tuesday, December 29, 2015

Cuando fluye la chulería



A mí esta cara me suena. La del mensajero que acaba de traer una caja de cava del bueno, del que asoma la cabeza por Navidad. El hombre se va y me quedo pensando porque, una se sabe, cuando una cara suena es que en algún momento ha cantado. Hablando de cantar, escribo mientras escucho unas palabras con música: “ Para que todos los días sean Navidad... para que siembres cosechas de ilusión …“. La que canta es Rosana, ¿cómo se le puede ocurrir desear que cada día llegue envuelto por los precedentes de tráfico, estrés, comidas, gasto y insultos (si, insultos) propios de estos días?
Con los insultos ligo la historia del mensajero. Es él, pero con gorra. La gorra cambia mucho la fisonomía de la gente, incluso el comportamiento. Es algo parecido a las gafas oscuras, que una se parapeta tras ellas y una aparente seguridad se impone para dejar fluir la chulería. Yo me pongo una gorra y unas bambas, me voy al Passeig Marítim y pienso que me voy a ligar a un skater o a un surfero. Mi gorra les importa tanto como la gaviota que pasa y a mí ni me ven. Es autocomplacencia lo de ponerse la gorra y todo eso, pero a casa vuelves sin follar. Es un decir. Lo cierto es que surferos como esos, emergiendo del agua con el traje de neopreno y la tabla bajo el brazo, son una especie de visión esteticista de esta ciudad que algunos piensan que agoniza pero es porque no “bajan” de la Gran Vía. Antes era de la Diagonal, pero la geografía urbana ha corrido hacia abajo.
El que se corrió hacia abajo fue el mensajero antes de repartir paquetes urgentes porque el muchacho era taxista. Me llevó a Pedralbes una tarde y en algún momento dijo:

-Mola “subir” a este barrio. Las tías están buenas que te cagas. Mira esa, mira esa que pedazo culo... Y aquella de la minifalda, se pone eso en mi barrio y le hacen daño.
Tenía yo tres opciones: acojonarme, bajar o reducir al enemigo al nivel de un gusano de procesionaria perdido en solitario.
-Mire (de usted), a estas chicas lo que les gusta es que las pongan del revés, mirando a Cuenca y eso. Seguro que usted, que tiene una clase innata, las invitaría primero a cenar y no es eso lo que quieren. Quieren follar, sin más, son muy guarras.

Lo dije y sin la gorra. El resto del camino lo recorrimos en silencio y yo me sentí fatal por haber soltado la palabra que más aborrezco para definir a alguien y que es patrimonio de horteras sin vocabulario: clase.