Friday, February 11, 2011

El extraño repertorio del loro



Estaba en esa etapa de angustia previa a la tristeza. Después de un fin de semana de esquí como tantos otros en los últimos cinco años, Jorge le había soltado un párrafo de libro: “Nuestra relación está en punto muerto”. Dos semanas después, en plena auto-crisis y superando migrañas, María recibía un mensaje en el móvil: “T hecho d menos. M gustria vert. Kdamos? Jorge”. Ella contestó: “Ignorante. Rvisa tu ortografía”. El, a su bola. El siguiente mensaje que envió fue: ¿Kdamos a las 21? Ya estaba bien de mensajitos de las pelotas, así es le llamó:
-A ver, bonito, ¿para qué quieres verme?
-Te echo de menos, respondió Jorge
-Eso tenías que haberlo pensado antes de poner el cambio en… ¿qué dijiste? ¿punto muerto? O sea que imagina que he muerto y me echas de menos igual pero para siempre.
Colgó y se puso a llorar desconsoladamente. Pipo la miraba ladeando la cabeza con curiosidad y gorgojeaba. “Ni se te ocurra aprender a llorar”, le dijo al loro. Ella se lo había regalado para su aniversario, y aquella misma noche el loro aprendió su primera frase: “quieta que me corro”.
La noche siguiente a la llamada, Jorge se presentó en su casa. “Pienso que podemos ser amigos pero ya veo que no estás dispuesta, le dijo. En realidad, he venido a por el loro. Mi madre dice que lo lógico es que lo tenga yo”. María hubiera podido imaginar que había olvidado unos calcetines, los dvd, la crema de afeitar, pero ¿el loro? ¿Su madre le había dicho qué? ¿La misma madre que cuando les visitaba les preguntaba qué decía el loro? Porque cada vez que Pipo hablaba, o María o Jorge tosían. El loro era listo y rápido, y entre su repertorio estaba: “fóllame”, “así, así, más fuerte, adentro, ya”, “por ahí no”… Hasta 15 frases de cameo tenía el loro.
Tenía que prepararlo todo, así es que le pidió que volviera a buscarlo seis días más tarde. Se asomó a la ventana para verle marchar. Jorge atravesó la plaza, puso en marcha la moto y una chica subió. Lo del “punto muerto” repentino por fin tenía explicación.
María dedicó los siguientes seis días a enseñarle a Pipo dos frases. La que más fácilmente aprendió fue: “que te la chupe tu madre”. El animalito ya tenía el verbo en el repertorio. La otra le costó más: “Por el culo Luis, así”. Luis era compañero de trabajo de Jorge y el culo la única parte asexuada de María. Una semana después de entregar el loro, María coincidió con Luis en una cena. Llevaba dos grapas en el labio inferior, y cuando ella le preguntó qué le había sucedido, él dijo: “Tu ex, que está loco. Hace unos días entró en mi oficina, me dio un puñetazo y dijo: “Hay que estar al loro”. María se ahogaba en su propia risa cuando me lo contó. Ahora sale con Luis y parece feliz.

Thursday, February 10, 2011

Mascarilla orgánica, piel perfecta.



Había tenido asegurado el colágeno durante 25 años y lo que más temía en la vida era que algún día asomara la sospecha de divorcio. Carmen tenía una piel con escasos conflictos, como su madre, lo bastante grasa para no producir arrugas pero no tanto como para generar granos. Cuando de adolescente le salía uno en la cara, buscaba una excusa para no ir al colegio, se aplicaba una especie de pasta negra de farmacia- Ungüento Cañizares se llamaba- y desaparecía en un día. Se casó a principios de los 80 con Julián, un médico. Tenía 19 años y un bagaje sexual limitado y convencional. O sea, dos docenas de polvos y con miedo a que se le notara en la cara. Por eso al mirarse al espejo tras la primera vez que el semen se desparramó por su barbilla, se asustó al ver su piel oculta bajo una capa reseca y cuarteada. Pero después de lavarse con agua tibia se dio cuenta de que nunca como en aquel momento había tenido una piel tan suave y aterciopelada.
Mientras muchas de sus amigas la hacían partícipe de sus problemas sexuales y admiraban la textura de su piel (“y sin ponerte nunca una mascarilla y usando Nivea”, se admiraban), Julián estaba encantado con la afición fálica de su mujer. Carmen las escuchaba. Una le contaba que su marido pretendía hacer el amor cada día y se ponía de un humor de perros si ella se negaba; otra comentaba: “Ya son 12 días diciendo que no, o sea que pasado mañana toca o me mata”; su cuñada, sofisticada y snob, estaba encantada con su pareja, que sólo pretendía sexo tres o cuatro veces al mes, lo que le daba a ella amplio margen para acostarse con su amante en el Palace cuando se llamaba Ritz. Cuando le preguntaban cómo conseguía tan magnífica piel, Carmen decía: genética, no fumar y muchas verduras. “Cleopatra mezclaba semen con leche, avena y miel para conseguir una piel perfecta. ¿No estarás usando el mismo método?”, le preguntó su hermana. Carmen lo negó. Le daba vergüenza contar la verdad, pero no por el asunto de la mascarilla facial, sino porque después de aplicarse semen un día a la semana en la cara, pensó que sería una gran idea extenderlo por el resto del cuerpo, en codos, rodillas y pies sobre todo.
En algún momento, a Julián le hubiera encantado que a su mujer le gustara menos bajarse al pilón, pero a tenor de la situación de sus amigos, que se quejaban de lo poco activas que eran sus parejas, ya estaba bien el asunto como estaba. Me contó esta historia una puta reciclada a “señora de”, y a la que hace 25 años acudió una burguesita para que le enseñara a chuparla.