Ocho polvos y una decisión
Hacía pocos meses que habían abierto l´Illa Diagonal. “Un café americano con hielo”, le pidió al joven camarero en la barra de una cafetería del sótano. Le sirvió tal caldero de agua negra, que al quedarse mirando el fondo insondable él preguntó:
-¿Le pasa a usted algo señora?
-Nada, es solo que quería beber un café, no bañarme en él.
-Usted me ha dicho americano, y esto es un café americano.
-Vale, vale, me lo tomo.
De pronto, dándole vueltas al café, la cuchara topó con algo sospechoso en el fondo de la taza, una especie de masa oscura y compacta. Se acercó el camarero que, sin duda, no le había quitado el ojo de encima en una especie de test de control.
-¿Qué pasa ahora?, preguntó al ver su gesto de asco.
-Pues que se le ha caído a usted algo en el fondo.
-¿Es la primera vez que viene verdad? Eso es chocolate señora, chocolate.
No estaba preparada en aquel momento para un tono tan insultantemente condescendiente, por lo que se levantó violentamente del taburete y le dijo:
-Mira niño, ni empezando ayer y tomándote tres al día te beberás tantos cafés americanos como yo y en tantos lugares. Nunca, jamás de los jamases, me he topado con una masa desconocida de chocolate en el fondo del café. En cualquier caso, el chocolate lo meto yo. ¿Te enteras?
Al darle la espalda para marcharse, lo hizo con tal furiosa dignidad que se torció el pie derecho y cayó en plancha sobre el pavimento. Tendida en el asqueroso suelo apenas sentía el dolor. Sólo veía el rostro de Antonio después de hacer el amor, una hora antes, diciéndole: “Cariño, creo que deberíamos tomarnos espacio. Me siento un poco encerrado en esta relación”. Eso tras un fin de semana en Paris, en un romántico viaje de ida y vuelta en coche cama en el que de viernes a lunes por la mañana pegaron ocho polvos de homenaje: uno por la Torre Eiffel, otro por la Madeleine, por Montmartre, por el Quartier Latin, por los bares con terrazas con calefacción, por el Marais, por la mujer de él y por el marido de ella. Más completo y digno, imposible. Horas más tarde, él necesitaba espacio y ella estaba en el suelo, humillada frente a un joven camarero que la acompañaba a buscar un taxi que la llevara a urgencias. Cuando ya en el quirófano comenzó el sopor de la anestesia, en el fondo de una taza de café vio el rosto del camarero y cómo su amante tomaba espacio en una nueva relación de doblete. Algo tendría la visión, porque cuando aún se recuperaba de la rotura de ligamentos le vio acariciando a una chica pelirroja en la entrada de un párking. Se escondió para que no la viera y para no invadir su nuevo espacio. Y sintió pena por vivir en un mundo tan asquerosamente pequeño.
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