Gastrosexo y los centollos de Casa Varela.
El de hoy es un ejercicio por combatir tópicos, muy típicos todos, entre sexo y gastronomía. Son conclusiones alcanzadas por tres amigas con mochila, una noche cualquiera en una mesa de Casa Varela, en la barcelonesa Plaza Molina y a la espera de un par de espléndidos centollos gallegos.
En la primera página del hipotético diccionario gastrosexual aparecen los genitales clasificados por género. A los masculinos se les atribuyen términos más bien proteicos como huevos, salchicha, fuet, morcilla… Los femeninos presentan algo más de equilibrio en los ingredientes, pues la proteína se alterna con las vitaminas y los hidratos de carbono: higo, patata, conejo, mejillón.
Luego están las grandes reflexiones gastrosexuales que vienen a justificar, a quien necesita justificaciones, un montón de situaciones. Frente al compromiso, por ejemplo: ¿Por qué comer cada día pollo pudiendo alternar con algún huevo frito? Éste es de los tópicos más fáciles de tumbar. Primero, porque el pollo admite tantas fórmulas de cocción como días tiene el año, ya no sólo por sí mismo sino también en lo que respecta a la guarnición. El huevo frito es un placer irresistible, cierto, pero en el que hay que sumergirse con medida por su alto valor en mal colesterol y su riesgo de indigestión. También está el punto de cocción de la clara, más complicado que el del pollo, y el dilema de si con puntilla o con moco. Aunque puestos a deducir, lo del huevo a las mujeres nos va muy bien: la yema con unas gotas de miel es una mascarilla proteica, y la clara una de colágeno puro. El semen, si es recién obtenido, dicen algunos que regenera más que cualquier otra mascarilla (personalmente prefiero una simple de Nivea, huele mejor).
Otra relación gastrosexual, y ésta va para los que necesitan justificar su relación con casados/as: Si tienes caviar en casa, no sales a buscar sucedáneos. Lo curioso de ésta es que suelen decirla los que han tardado años en catar caviar y cuando lo han hecho ha sido sobre pan tostado en vez de dar cuenta de las huevas a cucharadas.
Algo de sentido tendrá todo ello porque cocina y sexo necesitan casi lo mismo. Primer paso: el deseo de ponerse. Segundo paso: disponer de los ingredientes. Tercer paso: el proceso para llegar al final. El cuarto paso es el que admite el matiz diferencial: el orgasmo. Ya sea en el paladar, en la entrepierna o en los para mí insondables caminos del universo gay. Ahí, ahí está la diferencia, porque mientras en el proceso culinario el final sí importa, en el sexo tan importante es el proceso como el orgasmo. Muchos no estarán de acuerdo, lo sé, pero si frente a un buen centollo todavía no saben que el orgasmo no es más que eso, “algo más”, alguna clase se han saltado camino de la licenciatura. ¡Aún me tiembla el paladar con el centollito de Casa Varela!
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