Morir para siempre.
Un día, no hace mucho, mi padre se murió para siempre. “¿Tenía su padre seguro de entierro?” Entre las lágrimas y el dolor, la pregunta del burócrata del tanatorio (buena gente y un ingrato trabajo) sonaba extraña. ¿Cómo? ¿Cómo íba mi padre a estar seguro de su entierro si ni siquiera sabía que iba a morir? Me lo aclararon. Un seguro de entierro sirve para pagar los gastos de éso, de haberse muerto. Es una cuota que podemos pagar durante años o sólo un breve espacio de tiempo, depende de la Dama de la Guadaña, de cuándo decide aparecer.
Pues no, mi padre no debía pensar morirse nunca porque no tenía seguro de entierro. En consecuencia, durante las 24 horas siguientes al tan estúpido e irremediable acto de morirse, desembolsé la absurda cantidad de 8.000 euros, a pesar de que esta semana he escuchado un dato en alguna TV que uno se puede morir por 1.000 eurillos. Pues como que no, se mire por donde se mire.
El proceso es, por si no lo saben, el que sigue.
Primero te pasan al showroom de los ataúdes. Allí están imponentes, iluminados, lacados, impolutos… en silencio. El número 1 es el más económico: 1.000 euros. El número 7 el más caro: 6.000 euros. Los abren uno a uno para que se pueda valorar el tapizado interior. Unos son de algodón, otros de seda; unos llevan acabados de puntillas; otros, un simple festón. El segundo paso es el álbum de los recordatorios, las estampitas que nos llevamos a casa y que permanecen durante años en un cajón porque nadie se atreve a deshacerse de ellas. Realmente, cumplen su misión de recordatorio. Por lo que duran, no son caros: unos 150 euros por 200 unidades.
A continuación llega lo de la capilla ardiente (aunque allí nunca arde nada), el libro de firmas (te queremos… siempre te recordaremos…y el más original de todos: hasta la vista), la elección de la música, la conversación con el cura, el velatorio, los amigos, los parientes (incluso los que el difunto no soportaba), los vecinos. Todo ésto no cuesta nada. Va incluído en los 8.000 euros que, si han sumado las cantidades, verán que la caja cuadra.
A todo lo que les he contado añádanle el 16% de iva. Con suerte, si el difunto pertenecía a una de esas Mutuas con convenio en la SS, en unos meses recuperarán lo gastado. Ya ven, o tienen seguro de entierro, o pagan cuota de Mutua, o le dejan el marrón al que queda. ¿Quién dice que no se puede elegir?
La paradoja es que se trata de un negocio en el que la crisis y la incidencia de la inflación sobre el salario mínimo interprofesional no existen, no necesita fidelizar al cliente, tampoco necesita red comercial porque el cliente llama a la puerta y no hay que ir a por él. Huelgan la imagen de marca y el márketing estratégico, entre otras cuestiones porque las funerarias se encuentran vinculadas, de forma que lo que no factura una lo factura otra y juntan balances para la cuenta de resultados.
Hasta aquí, una parte del negocio. Le sigue lo del columbario, el nicho, la tumba o el panteón, depende de los posibles y de las voluntades últimas. Se pueden pagar a cuotas en vida del difunto antes de serlo, o cash en vida de los que quedan. Lo del columbario es para las incineraciones. En este caso, a los gastos que les he detallado sumen unos 300 euros de la urna en la que depositar las cenizas (también hay catálogo: desde el de aluminio hasta el de mármol). No le resten el ataúd porque es obligatorio para acceder al horno. Si lo queman o lo reciclan es una incógnita que no he logrado desvelar. Las flores, en cualquiera de los casos citados, considérenlas un valor añadido. Al fin y al cabo, dan un poco de color a la pena.
Nunca nadie ha sido capaz de montar otro negocio tan rentable. Porque, además, aunque se recupere la totalidad del gasto, el impuesto queda ahí, en manos de empresas vinculadas. Pero tranquilícense porque es el último impuesto y el último castigo por haber existido; porque morirse, lo que se dice morirse, es para siempre.
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