Caldo de pelotillas y bogavante.
Cruzaba la calle tarareando la canción de Manu Chao que surgía de los walkman. Tenía cierta prisa por llegar a clase. Belinda se había apuntado a una academia para aprender italiano, harta de no comprender los matices de sus ligues de verano en Formentera. Sintió que alguien se acercaba a ella. Aceleró, y al detenerse ya lo tuvo encima. Un chico ruborizado hasta las cejas le dijo: “Por favor, es una apuesta. Estoy tomando una copa con amigos y si les llevo el zapato de una chica me pagan un viaje a Brasil para ver una final de fútbol”. Ella alegó prisa, buscó excusas, pero el chico insistió tanto que cedió. No tenía aspecto de psicópata; además, le dejó el DNI en prenda. Belinda se quitó el botín y se lo dió mientras se preguntaba por qué narices lo estaba haciendo. Afortunadamente, llevaba calcetines bastante decentes.
Al cabo de 20 minutos, Belinda tenía el pie helado y el calcetín húmedo. Convencida ya de que le habían tomado el pelo, y consciente de que no llegaba a clase, pensó de qué forma explicaría a su madre lo de aparecer en casa sin zapato. De pronto una moto se detuvo frente a ella. Era él, el raptor del botín. “Siento haber tardado tanto. Aquí tienes”. Le entregó el zapato. “Déjame, que te invite a un café”, le dijo. Ella aceptó, y el café se convirtió en una cena con final feliz.
Si la situación había sido de lo más freak, el resto estuvo a nivel. Él disponía de un solo casco, por lo que se desplazaron hasta el restaurante caminando uno al lado del otro. Él arrastrando su BMW gigante y ella caminando al lado. Belinda se asustó al llegar a la puerta de Alkimia. Normalmente no podía permitirse cenar en restaurantes tan buenos. Se dedicaron a descubrirse el uno al otro bajo mínimos mientras comían un bogavante al aroma de regaliz y bebían un Alvarinho helado. ¡Y aquel delicioso pan recién horneado!
El freak del botín se llamaba Adolfo y fueron a su casa. Ella se sorprendió porque tenía su misma edad, unos 35 años, un título con orla – de arquitecto – y un pisazo de caerse de espaldas. Todo hubiera sido perfecto de no ser por el preservativo: de color fucsia, fluorescente y granulado. Después de jugar un rato, - poco porque el bogavante y el vino la habían puesto en línea de salida - al introducirse aquella cosa de textura y color histriónicos recordó las salchichas gordas que su abuela chafaba con ajo y perejil para convertirlas en pelotillas para el caldo. Se imaginó comiéndose un caldo en el que flotaban preservativos fucsia, y que en unos segundos tendría entre los labios un pene rebozado en ajo y perejil y que ella convertiría en pelotillas.
Del orgasmo, si lo hubo, no le quedó constancia. La llevó a su casa en un AZ-3. Descapotado, a pesar del frío. Belinda cambió su número de móvil y siempre recordó el bogavante al aroma de regaliz. Y el pan. Aquello sí era sabor.
2 Comments:
Me encantas. De mayor me gustaría ser como tú.
11:00 AM
Genial tu blog!!!!! Si lees mi columna SEXO EN BCN que publico en el diario EL MUNDO cada viernes, estoy segura de que podrás aportarme historias reales.
Saludos,
ANNA
8:17 AM
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