Monday, July 16, 2007

OTRO "GASTROLITERARIO"



Llevo unos meses de abandono con el blog, pero aquí estoy de nuevo. En la foto veréis la portada del nuevo libro, esos que me pongo a escribir cuando no tengo nada que hacer. Este va de ponerse hasta la rabadilla de comer. ¿Por qué 22? Muy fácil. Yo pretendía escribir un cuento por restaurante y el editor me apretó con el cierre en el momento en que tenía 22 cuentos escritos. Como “a la fuerza ahogan”, dividí las mesas entre comer y cenar y listo. Os adjunto un cuento y os deseo a todos y a todas, canallas y “comenoches”, un feliz verano. Una recomendación estival: ni os divorciéis ni os caséis de nuevo. Septiembre es mes perfecto para la reflexión.

La termomix de Julia

La falta de destreza de Julia para todo lo relacionado con la cocina marcó su vida desde la infancia, cuando ya su madre le decía: “tú barre, que éso se te da bien”. Mientras a sus hermanas las dejaban batir huevos y amasar harina, a ella sólo se le permitía barrer. No era culpa suya, pero, por alguna razón que escapaba al entendimiento, si tocaba un huevo se rompía en sus manos antes de llegar a su destino y si le ordenaban vigilar el sofrito la cebolla se tornaba negra como el carbón. No era que ella no vigilara, era que mientras miraba cómo las burbujitas de aceite obraban el milagro de tornar la blanca cebolla en tiras transparentes primero y más oscuritas después, a la niña la imaginación le volaba y se preguntaba por qué la ropa blanca no se volvía transparente a su contacto con el calor del sol. El aceite y la cebolla, claro, seguían un recorrido que sólo detenían los gritos de su madre echándola de la cocina.
Tanto barrió y durante tantos años, que llegó a perfeccionar la técnica y a desarrollar todo un mundo alrededor de la escoba.
Fue a la Universidad y estudió empresariales. Mientras, en casa, seguía barriendo el suelo de la cocina a diario. Se licenció en el primer puesto de su promoción con un proyecto de final de carrera llamado “La barrendera perfecta”, que consistía en el montaje y desarrollo de una empresa de fabricación y comercialización de escobas y artilugios varios para suelos industriales y domésticos.
Hasta que se independizó a los 23 años, Julia ya había vivido experiencias culinarias que le indicaron claramente que su “karma” estaba muy, pero que muy alejado de los fogones. Se había cortado la yema de un pulgar pelando una patata, quemado las piernas al retirar una cafetera del fuego y las dos manos al sacar una bandeja de canelones del horno, se incendió la cabellera dándole la vuelta a un asado de carne en la barbacoa, derramó una olla de caldo sobre el pobre gato de su hermano – que ya nunca fue el mismo después de aquello -, tropezó con una caja de vino cayendo sobre su madre, que en aquel momento revolvía un estofado y la olla fue a parar a san dios. Era una detrás de otra y parecía realmente que el destino le chillara “sólo barrer, sólo barrer, sólo barrer…”
Amparada por los recuerdos empíricos, se compró un apartamento en el centro de BCN y suprimió la cocina. Incorporó el espacio al salón, y solamente instaló nevera, lavavajillas y un microondas. Sus mejores aliados hasta que se casó fueron las tiendas de comida preparada, los pollos envasados al vacío, la leche desnatada, cereales y barritas hipocalóricas.
Su proyecto empresarial de fin de carrera era tan impecable que decidió ponerlo en marcha. Lo presentó a una banca privada para pedir un crédito, y les pareció tan buena idea que le propusieron asociarse. Julia inició “La barrendera perfecta, S.A” a los 25 años con un capital social de tres millones de euros. Una década más tarde disponía de 45 tiendas franquiciadas por toda Europa y facturaba 1000 millones de euros anuales con una rentabilidad neta del 23%. Se había convertido en el refrente número uno en todo lo que se refiriera a limpieza de suelos. Su producto estrella, evidentemente, era la escoba. Ella misma diseñó la colección: escobas con motor, plegables que ocupaban el mínimo espacio, con palo telescópico para limpiar techos de hasta 15 metros, escobas especiales para personas con minusvalías, otras con cepillos intercambiables de diferentes cerdas, con cepillos de usar y tirar, con mango curvado para alcanzar los más recónditos rincones… Incluso una con un cepillo de cinco metros de ancho y diez mangos para ser manipulada por 10 personas a la vez, destinada a barrer suelos industriales.
Mientras todo ésto sucedía, poco después de cumplir los 30 años Julia conoció a Amaro, divorciado, de Jerez y multinegocios a palos de ciego que estaba por cumplir los 50. La hizo reir hasta lo impensable y se enamoró. Al menos éso le pareció.
La primera fase de relación fue genial porque excepto las noches que compartían, siempre consensuadas por ambos y en las que sonaban truenos y relámpagos – ninguno de los dos podría negar jamás esas noches de absoluto placer - el resto dormía cada uno en su cama, en diagonal. La situación resultó perfecta mientras el deseo y los momentos de risas fueron los parámetros sobre los que se sustentaba.
Después de dos años la naturaleza dió sus frutos y ella se quedó embarazada. Él insistió en la convivencia hasta que se trasladó a su casa con dos hijos de su anterior matrimonio en la Samsonite. “Ésto no va a funcionar”, decía ella. “Ya verás como sí”, decía él. “Hay que hacerlo por el bebé”. Amaro ganó la batalla y se convirtieron en una happy family tipológica.
El niño nació y a partir de ese momento ella le dedicó a él y a sus escobas todo su tiempo. Contrató a Marina, una cocinera, y compró una Termomix, el único artilugio culinario que pudo ocultar a su “karma” y con el que era capaz jueves y domingos, los días que Marina libraba, de preparar las papillas de su bebé. Se apuntó a un curso para aprender a usarla y la dominó. Marina dejaba preparados los ingredientes – no fuera Julia a desgraciarse las manos de nuevo - y ella, obediente, sólo tenía que introducirlos, indicar los tiempos y las temperaturas y apretar un botón.
El día a día doméstico seguía su aburrido curso. Hacían el amor con la frecuencia relativa a la mayoría de parejas consolidadas: un par de veces al mes, con suerte. A Julia no le importaba mientras no la martirizara demasiado y le dejara tiempo y espacio libres para el niño y los balances trimestrales. Hasta que llegó la crisis y ya nada la paró.
El primer desencadenante – el resto fueron su consecuencia - fue crematístico, pues ella ganaba muchísimo más dinero que él y disponía de menos tiempo para cuestiones que no fueran laborales, combinación difícil de asumir para un señorito del Sur que, además, era un poco vago y muy vividor. Ella, mujer pragmática e incapaz de tomar algún camino que no fuera el recto y directo, cansada de escuchar quejas y de sortear quebrantos cameros, le propuso el divorcio. Le costó dos años conseguirlo, período durante el cual, por recomendación de su abogado, siguieron viviendo bajo el mismo techo. Broncas, discusiones, actitudes de total indiferencia… Dos años agónicos en los que ambos sabían que el vencedor sería quien más resistiera.
Los fines de semana ella se marchaba con el hijo común, y durante uno de ellos Amaro desapareció de casa. Se llevó a los dos hijos con que había llegado, el coche, los cuadros, esculturas, libros y objetos que habían comprado durante la convivencia.
Después de unos minutos de respirar con alivio por la huída, Julia se dispuso a hacer recuento del botín del enemigo. Así lo contaba: “Se ha llevado el Miró, los Tapias, el Picasso, el Zurbarán, las dos esculturas de Corberó, las Montblanc de platino, los Cartier de oro, el Hublod que me regaló, las seis maletas Vuitton, cuatro alfombras persas, el Briedermeier, las lámparas Tiffany´s, el Porsche, todo. Se lo puede meter donde le quepa. Pero lo peor de todo, lo que nunca le perdonaré es que se haya llevado la Termomix. ¿Cómo cocino yo ahora?”
Días después de estos acontecimientos, Julia se armó de valor y puso a hervir verdura. En pleno hervor rozó la olla con la manga de su batín de seda natural y el agua se le cayó encima. En la reacción, se apoyó sobre la encimera en la que había dejado la puntilla de pelar las patatas, con tan mala fortuna que se la clavó en medio de la mano. Resultado, las piernas vendadas dos semanas y siete puntos de sutura en la mano derecha. Verdaderamente, lo de la Termomix no se podía perdonar. Amaro sabía cuánto la necesitaba, y sabía que un transtorno u otro causaría. Acertó, y aunque fue ella quien ganó la guerra, él almacenó la satisfacción de haber vencido en una batalla crucial, en la del karma de Julia.

1 Comments:

Blogger laszlo said...

Es gracioso, jajaja. Saludos

12:11 PM

 

Post a Comment

<< Home