Con las botas puestas
Barcelona 2012. Le hervían los pies mientras caminaba por Portaferrisa y bajaba por la calle del Pí en dirección a la plaza. Sorteaba el gentío y a cada paso notaba una ampolla más sobre los 15 centímetros de tacón de las botas negras con plataforma, con la caña cubriendo media rodilla. ¡Cuarenta y cinco euros! Las necesitaba sólo para una semana y no estaba dispuesta a gastar lo que no tenía. En el interior de la bota se formaba un universo, las ampollas se multiplicaban, y con un agudo dolor alcanzó el portalón de madera de doble hoja y se lanzó al suelo de la escalera. Tenía ante sí cuatro pisos sin ascensor hasta llegar a la buhardilla en la que tantas horas de amor y sexo había vivido. Hacía tres años que no veía a Javier, y cuando le oyó decir esa misma mañana “estoy en Barcelona y me gustaría verte”, a Alicia le faltó tiempo para ir a la peluquería, depilarse en una sesión invernal de urgencia, buscar la minifalda roja y correr al chino de la Avenida de Madrid. Unos días antes había visto las botas en el escaparate y había pensado en Javier: “Si estuviera en Barcelona me las compraría”. Y de pronto la llamada de Javier las botas, la mini roja, la china buscando el 39. Y allí, en el suelo y con los pies descarnados, se arrastró por los escalones suplicándole al destino que no se cruzara nadie en su camino de reptil ocasional y que le permitiera llegar hasta los brazos de su amante. Cuando Javier abrió la puerta se dejó caer en sus brazos y se echó a llorar dejándole pensar que era por la insoportable ausencia, por el deseo y el amor, por la ansiedad por estar entre sus brazos de la forma en que a él más le gustaba: con las botas puestas, los tacones afilados, erectos, desnuda, mientras la acariciaba untándole el cuerpo de aceite. Hicieron el amor durante horas, y cuando él sugirió que podía descalzarse, que su fetichismo estaba satisfecho, Alicia obvió el comentario porque sabía a ciencia cierta que si se descalzaba, Javier la borraría de su vida y de sus recuerdos. Era el precio de un sexo perfecto por lo furtivo y prohibido.
Cuando ya en casa se desprendió de las botas, su marido la acompañó a Urgencias. Con los pies vendados volvió a la tienda de los chinos. “No devolver dinero”, le dijo la china. Sólo reaccionó cuando Alicia, mostrándole los pies le dijo: ”Dinero o Mossos”. No eran los 45 euros, era el recuerdo de las dolorosas horas de sexo con las botas puestas, de los orgasmos que se confundían con el dolor mientras las ampollas estallaban, el no haber podido ducharse por no descalzarse y la duda en el rostro de su marido al ver las botas horteras y asesinas.
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