El chiuaua superviviente
Domingo por la noche. Sonó el
teléfono. Vi en la pantalla del ergonómicamente inútil Samsung
Galaxy III el teléfono de Luis B. Pensé unos segundos y si, ya había
cenado y no se cocía nada en el fuego, así es que podía descolgar,
soportar que se cortara la línea como cada vez que acerco demasiado
la cara a la absurda pantalla, y tomarme el tiempo necesario porque
ni se me iba a olvidar que la berenjena estaba en el horno ni que la
cebolla se estaba confitando. Las previsiones se cumplieron: tres
horas al teléfono, un ataque de risa y ya casi era el momento de ver
“Ana y los 7” en el canal Clan, el infantil. Bueno si, es mi lado
oscuro, ver a la Obregón en el papel de Mary Poppins medio porno y a
la Marsó en el de Cruella de Vil con la única diferencia de que
odia a los niños en vez de a los perros. La serie va de “pubertosa”
inocua, pero de eso nada. Puro erotismo y de dudosa moral familiar
que probablemente las fuerzas vivas vaticanas ni se han planteado.
Porque digo yo que un montón de mocosos estimulando a la canguro,
que además es show-girl y anda medio en bolas en un montón de
escenas, estimulándola, decía, a acostarse con papá para que
sustituya en la familia a la mamá muerta, pues como que es raro. Y
además va Marsó-Cruella y también se acuesta con papá (¡un
fiera!) mientras les dice a los niños que no molesten, que se va a
dormir con su padre y que les dejen un rato en paz. Folleteo va,
folleteo viene y los niños, los 7, en medio del festival. Yo creo
que me gusta por eso, porque venden lo inmoral (al uso) con impunidad
televisiva nacional. Diría que Ana Botella no se ha percatado del
pasteleo o de otro modo ya estaría archivada la serie y retirada de
los lineales del FNAC.
Vuelvo a Luis B, que parece que haya
escrito él la serie porque es… Iba a escribir un depredador
recalcitrante, cazador de hembras a la carrera (si están paradas no
las ve), pero se me ocurre que la mejor manera de definirle es
Omnisexual, como dice Pilar P, porque no deja pasar una que se mueve.
Histriónico, intenso y divertido, la historia que me contó, tan
real como que la estatua de Colón de Barcelona señala hacia Italia
en vez de América, tenía como protagonista a Leo, su miniatura de
Doberman. Mientras hacía el amor, o algo parecido, con una
poligonera con eyeliner, sombra azul eléctrico y uñas moradas (por
la laca, no por la asfixia), le dio un viaje a la mesita de noche y
cayó al suelo una bolsita con papel de fumar, unos cuantos filtros
y una china de la que podían salir 5 o 6 canutos. Cuando terminó el
baile, metió mano a la bolsita y sólo quedaban papeles arrugados y
filtros húmedos. De la baba de Leo, que se había tragado la china y
estaba junto a la cama boca arriba, con la lengua afuera de la boca,
torcida y laxa. Echó a la chica y yo hubiera pagado por ver la cara
del veterinario de la calle Balmes cuando Luis le dijo: “Doctor, a
Leo le ha dado un blanco”. La lengua nunca ha vuelto a su lugar,
pero Leo lo entiende todo.
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